El Jamón Ibérico que Curaba Enfermedades en Los Remedios

Todo comenzó un martes cualquiera, de esos en los que la bruma del Guadalquivir tarda en levantarse y las palomas de la Plaza de Cuba parecen más aburridas que de costumbre. A las diez y cuarto en punto, Doña Carmen salió de su piso con su carrito de la compra —el verde de flores, no el del estampado de flamenca, reservado para los viernes— y se dirigió a la charcutería de Manolo “el fino”, en la calle Asunción.

Lo que ocurrió a continuación nadie lo esperaba, excepto, quizá, los jubilados de la peña del dominó, que tienen el extraño don de intuir lo inexplicable.

Doña Carmen, que llevaba seis meses con la tensión alta y la cadera “echada a perder”, según su doctora, pidió 100 gramos de jamón ibérico de bellota, corte fino, recién abierto. Manolo cortó con la precisión de un cirujano de la vieja escuela. Carmen probó una loncha en la tienda. A los dos días, caminaba sin bastón, había olvidado sus pastillas, y juraba que podía bailar sevillanas “como en los tiempos del 76, cuando se lió parda en la caseta del Puerto”.

El rumor se expandió más rápido que los datos de una cartilla de vacunación mal doblada.
Doña Pura, con artrosis severa, pidió 200 gramos. Don Emilio, diabético desde hace 30 años, se zampó un bocadillo entero en la parada del 41. A la semana, el ambulatorio del barrio tenía la mitad de visitas. El médico de cabecera, que antes no daba abasto, se dedicó a ordenar revistas antiguas de Hola y a practicar sudokus con bolígrafo.

Cuando el SAS recibió informes informales sobre “remisiones espontáneas”, mandaron un inspector de Sevilla Este con gafas de pasta y una libreta Moleskine. Visitó la charcutería, pidió “un cuarto para llevar”, y nunca más se le volvió a ver por Los Remedios. Según Manolo, le encantó el jamón. Según los vecinos, ahora baila sevillanas en un bar de Triana como si fuera de allí.

Lo curioso del caso es que el milagro parecía tener normas. Solo funcionaba si el jamón era cortado por Manolo en persona. Ni máquinas, ni pinches. Ni frío, ni congelado. Además, debía consumirse en el barrio. “El jamón pierde su magia en el puente”, decía Doña Trini, que intentó mandárselo a su sobrina en Huelva y solo consiguió una multa por exceso de grasa en el paquete.

Una mañana, sin previo aviso, Manolo cerró la tienda durante una semana. Volvió con ojeras, el pelo más blanco y una expresión que no se le había visto ni en Semana Santa de 2011, cuando se le cayó un jamón entero al suelo durante La Madrugá. Desde entonces, el jamón sabe igual, pero ya no cura.

Nadie sabe lo que pasó. Algunos dicen que vinieron “los de arriba”. Otros, que fue el Vaticano. El SAS, como era de esperar, lo niega todo. “No hay evidencia científica”, repiten. Pero si uno se sienta en un banco de Los Remedios y presta atención a las conversaciones de los abuelos, escucha frases como:
Aquello fue verdad.
Yo vi a la Pepi correr. ¡Correr!
Era el jamón. Te lo digo yo.

Y luego se callan. Porque hay cosas que es mejor no explicar. Y en Sevilla, si algo tiene misterio… es mejor dejarlo envuelto en papel de charcutería.


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