
La Calle Sierpes y el Asesino Invisible
En Sevilla, la calle Sierpes es una serpiente domesticada. Una arteria viva que recorre el corazón del casco antiguo como si hubiera sido dibujada por el pulso tembloroso de un poeta febril. Hoy la habitan escaparates de dulces, libros y turistas que caminan con los ojos puestos en las alturas, donde cuelgan los toldos como lenguas de tela. Pero en el siglo XVI, Sierpes no era una calle. Era una advertencia susurrada.
Durante más de dos años, entre 1563 y 1565, una serie de asesinatos desgarró la calma de la ciudad. Todos ocurrieron en la misma calle. Todos, con el mismo corte limpio, la misma precisión quirúrgica. Todos, a plena luz del día. Y, sin embargo, nadie vio jamás al asesino.
I. Una muerte con dientes afilados
El primero fue un escribano.
Salía de una taberna, borracho de mosto, arrastrando el miedo al frío juicio de su esposa. Le encontraron con la garganta abierta de lado a lado, aún sujetando en la mano el testamento de un hombre que no había muerto.
Los vecinos dijeron no haber oído nada. Ni gritos, ni pasos.
Solo un murmullo, como si la calle suspirara.
"Algo pasa," dijo una anciana que vendía alhucema.
"Algo huele a metal."
Los días pasaron. Las heridas fueron olvidadas. Hasta que apareció la segunda víctima.
Un monje franciscano, encontrado sin lengua ni rosario, pero con una sonrisa pintada a cuchillo.
El miedo empezó a meter raíces.
II. Los cadáveres contaban una historia
Había algo metódico en la muerte.
El asesino —si es que era uno solo— no improvisaba.
Los cortes eran limpios. El ángulo siempre el mismo. Como si cada asesinato fuera parte de una ceremonia, un rito, una caligrafía sádica que nadie podía leer pero todos intuían.
Aparecieron siete cuerpos en total. Cada uno con un símbolo grabado junto a la herida: una sierpe trazada con filo. No dibujada. Cortada sobre la piel.
Los médicos de la época —más artistas que científicos— declararon que aquello era obra del Diablo, o de alguien muy hábil con el cuchillo y muy familiarizado con la anatomía humana.
Los sacerdotes bendijeron la calle.
Los alguaciles la cerraron al paso durante las noches.
Los comerciantes encendían inciensos y dejaban clavos de hierro en las rendijas de sus puertas.
Y aun así, la sangre seguía brotando.

III. El testigo que no vio
En el invierno de 1565, una costurera llamada Inés Martín juró haber sido testigo de uno de los asesinatos.
Dijo que el carnicero de la esquina —un hombre corpulento y amable que sabía recitar versos latinos mientras desollaba corderos— se desplomó de repente en mitad de la calle, con el pecho abierto y la mirada de alguien que había visto el fin del mundo.
Lo extraño, según Inés, fue que nadie más se movió.
El resto de los viandantes caminó como si nada hubiera ocurrido.
Como si la sangre no existiera.
Como si el hombre ya estuviera muerto antes de caer.
Ella gritó. Corrió. Se desmayó.
Al despertar, dijeron que había soñado. Que el carnicero estaba vivo.
Pero su puesto apareció cerrado al día siguiente. Y nunca volvió a abrir.
IV. El rumor de los pliegues
Sierpes —decían— estaba maldita.
Que debajo del empedrado antiguo existía otra calle, subterránea, una Sierpe escondida como un doble rostro, y que lo que ocurría arriba era solo el reflejo de algo que se cocía abajo.
Se habló de un asesino invisible, claro.
Pero otros hablaban de algo peor: una sombra antigua, hambrienta de sangre humana, que solo despertaba cuando la ciudad estaba demasiado tranquila. Cuando el orden se volvía arrogante.
No hay documentos oficiales que lo digan, pero hay cartas.
Una, en especial, escrita por un comerciante portugués que dejó Sevilla en 1566:
“He visto la calle abrirse como una boca.
No con ladrillos, sino con intención.
Algo se mueve allí dentro. Algo que nos huele.
Yo no volveré jamás.”
V. Silencio hasta hoy
Los asesinatos cesaron tan bruscamente como comenzaron.
Una noche, simplemente… pararon.
La ciudad siguió adelante. Se asfaltó el miedo.
Se construyeron escaparates sobre las cicatrices.
Se pintaron los balcones.
Se llamó "historia" a lo que era advertencia.
Y sin embargo, los viejos de Sevilla —los que ya no hablan pero todavía miran— saben que la calle Sierpes aún respira.
Que hay momentos, justo cuando cae el sol y el aire se espesa, en que el empedrado cambia de color.
Y si te detienes...
si te atreves a quedarte en silencio entre el bullicio,
podrás oírlo.
No pasos. No cuchillos.
Solo un aliento. Largo. Fino.
Como si la calle esperara.
La Sierpes, como toda serpiente, no ataca siempre.
Pero nunca olvida.
Y siempre, siempre, vuelve a tener hambre.