La Casa de los Lamentos

Una leyenda real. O irreal. O sevillanamente incierta.

En la calle Pimienta —que, por si alguien anda perdido, es esa que está tan escondida detrás del Alcázar que ni Google Maps se atreve a calcular la ruta— hay una casa antigua. Muy antigua. Tanto que tiene grietas que datan del siglo XVI, su propio microclima y, según algunos taxistas, un fantasma empadronado.

La Casa de los Lamentos, le dicen los vecinos. Nadie sabe por qué exactamente, pero desde siempre allí se han oído sollozos, quejíos y algún que otro rosario murmurado con mala leche.

La leyenda empieza en 1997. Una fecha absurda para una leyenda, sí, pero realismo mágico de barrio. Ese año, doña Remedios del Valle (viuda, devota y más conservadora que la Feria en modo ahorro) se muda a la casa heredada de una tía monja que, según la familia, levitaba sin querer durante el Viacrucis.

Al instalarse, Remedios empezó a notar cosas. Cosas pequeñas. Cosas “muy de Sevilla”. El azulejo de San Judas cambiaba de sitio. La peineta desaparecía del tocador y aparecía en el microondas. El brasero se encendía solo, incluso en agosto. Y siempre, siempre, cada noche a las 3:07 (hora maldita y sevillana donde las haya), alguien lloraba en el segundo patio.

Pero no había segundo patio.

Remedios, en vez de asustarse, le puso un rosario a cada marco de la casa, bendijo el televisor (porque decía que Antena 3 emitía energías raras), y siguió con su vida. Total, que lloren. Peor fue lo de su cuñada en Dos Hermanas.

Pero con el paso de los años, la cosa fue a más. Los lamentos se convirtieron en voces. Las voces en quejas. Las quejas en quejíos flamencos. Y una noche, el fantasma le cantó una saeta. Con tono. Con compás. Y con un eco que salía del bidé.

—“Ay Esperanza míaaaa… ¡qué mal fregá la cocinaaaa estáaaa!”

A partir de ahí, la casa se convirtió en centro de rumores, visitas, y hasta una excursión de Erasmus que la confundió con una atracción tipo escape room. La llamaban "la Casa de los Lamentos", pero también "la Casa de las Quejas" y “el piso de los llorones”. Cada año por Semana Santa, los sollozos se alineaban con la Macarena. Y cada vez que pasaba un paso, los cristales temblaban. No por fe. Por indignación.

Con el tiempo, Remedios murió (rodeada de estampitas, con el aire acondicionado a 16 grados en pleno enero), pero la casa siguió como estaba: llorando por dentro, como Sevilla tras un gol anulado.

Hoy en día, nadie vive allí. Pero si te acercas en silencio, justo a las 3:07, puedes oírlo. A veces es un sollozo. A veces es una voz que dice:
“¿Dónde está mi peineta, carajo?”

Y otras veces, si el incienso es bueno y la humedad es baja, puedes oír a Remedios desde el más allá:
“Eso no son fantasmas, niño. Es que Sevilla está triste desde que quitaron el Cinzano del bar de la esquina.”


Inventada. Exagerada. Y probablemente más real que muchas actas notariales sevillanas. ¿Conoces a El Zurraque?

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