La Manzanilla que Hace Hablar en Lenguas a los Extranjeros

Lo contaba el viejo Ramón "el Cargador", con esa voz ronca de haber vivido demasiadas ferias y demasiado poco descanso. En la Caseta número 7 del Real —la de la Hermandad de San Ginés, donde se canta más que se cena— ocurrió una vez algo tan inexplicable que solo en Sevilla podía aceptarse con la normalidad con la que aquí se tolera un milagro.

Era una noche de miércoles, con la luna colgando como un pendiente torcido sobre el albero, y los volantes aún sin arrugar. La Feria estaba en su apogeo. El olor a manzanilla, sudor flamenco y carne vuelta del "pescaito" flotaba en el aire con la pereza de las cosas eternas. Y entonces llegaron ellos.

Tres extranjeros. No turistas de chancleta y selfi. Eran de esos que vestían con americana de lino, hablaban en inglés perfecto y miraban a las gitanas con una mezcla de estudio y deseo. Uno era sueco, el otro, japonés. El tercero, nadie recuerda bien si era griego o canadiense, pero hablaba poco y tenía la mirada de alguien que ha leído demasiados libros.

Pidieron manzanilla. Ramón se la sirvió con la solemnidad de quien entrega un secreto embotellado. Un catavino, luego otro. Y al tercero, ocurrió lo imposible.

El japonés, que hasta entonces solo había asentido con educación y torpeza, se levantó con los ojos en blanco y, con voz de ultratumba y palmas perfectas, se arrancó por una saeta que puso de pie a media caseta. El acento era extraño, gutural, y sin embargo, perfecto. Cuando terminó, se desmayó entre farolillos.

El sueco no se quedó atrás. Minutos después, se subió al tablao con una precisión marcial y soltó una copla flamenca en hebreo antiguo, citando pasajes del Éxodo con una gracia que ni el más viejo de Triana habría osado replicar.

El tercero —aquel del que nadie recuerda el país, pero todos recuerdan el rostro— murmuró palabras en un idioma que ningún presente pudo identificar, pero que un cura retirado, que pasaba casualmente por allí, juró que era arameo, la lengua del Mesías. “Ese chaval ha rezado en voz alta lo que solo el Cielo debería oír”, dijo mientras se persignaba y pedía otra ronda.

El suceso corrió por el Real como la pólvora en un castillo de fuegos artificiales mal vigilado. Algunos hablaron de posesión, otros de milagro etílico, y los más borrachos, de una bodega secreta que conecta con lo divino.

Desde entonces, nadie ha encontrado la botella de donde salió aquella manzanilla. Algunos dicen que era de una solera perdida de 1729. Otros que pertenecía a un enólogo expulsado de Jerez por “fermentar demasiado”. El camarero que la sirvió desapareció una semana después, sin dejar rastro, como si la Feria se lo hubiera tragado.

Hoy, la Caseta 7 sigue allí. Nadie la menciona, pero todos saben dónde está. Y en cada Feria, uno o dos guiris aparecen por allí, piden un catavino… y se les mira de reojo, con miedo y esperanza.

Porque si hay una ciudad donde el vino pueda abrir la puerta del alma y dejar que hable lo que uno no sabe que lleva dentro, esa ciudad es Sevilla.
Y si hay una bebida capaz de invocar a los muertos, a los profetas y a Camarón…
es la manzanilla.
La que canta.
La que reza.
La que nadie vuelve a servir dos veces.


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