
El Pozo del Amor
Dicen los modernos que el amor nace en los likes. Qué sabrán. En Sevilla, el amor ha brotado en patios frescos, en zaguanes con macetas, y —sí, señor— en pozos. Que no es metáfora, es hidráulica con sentimiento.
En pleno convento de Santa Clara, entre rezos, tapias encaladas y algún suspiro a escondidas, hubo una vez un pozo… y una historia que habría hecho llorar hasta al más tieso del barrio San Lorenzo. Una novicia con más corazón que vocación y un mozo de buen ver (y poca sotana, todo hay que decirlo) se enamoraron con la fuerza de un paso de palio en cuesta.
¿Y qué hicieron, criaturas? Pues lo que todo sevillano con alma haría: se escribían notas y se las tiraban por el pozo. Olvídate del WhatsApp, esto era Amor Medieval Express con agua estancada. Pero claro, como toda historia romántica en Sevilla, terminó con drama, clausura y pena negra.

Y aún hoy, si vas al convento y te asomas al pozo, se dice que puedes oír sus voces. Aunque también puede ser la voz de tu conciencia diciéndote que no deberías haberte comido esa segunda tostá de pringá.
Cuentan las lenguas viejas —esas que no necesitan Google porque lo vivieron todo o se lo inventaron con arte— que en el siglo XVII, el convento de Santa Clara era una fortaleza de oración, silencio y moñitas bien hechas. Pero como Sevilla es muy de “Dios aprieta pero también se asoma por la reja”, pasó lo que tenía que pasar: una monja joven, recién metida en hábito, y un zagal del barrio se vieron… y se perdieron.
Él era aprendiz de cantero. Fuerte, moreno, con los brazos de cargar sillares y el vocabulario limitado pero sentido. Ella, hija de familia bien, metida a monja porque era eso o casarse con un primo suyo que olía a naftalina y silencio incómodo. Se miraron una vez en la iglesia durante misa y se les cruzaron los destinos como una calle mal asfaltada.
Pero claro, no había bancos de plaza ni Instagram. Había claustro. Y un pozo.
Y ahí es donde entra la parte poética y húmeda del asunto.
Se escribían cartas y las lanzaban por el brocal del pozo, que hacía de buzón medieval, de confesionario clandestino, y de testigo mudo con eco. “Mi alma es tuya aunque esté con hábito”, le decía ella. “Tus ojos son más claros que el albero en abril”, mentía él. Un Shakespeare con acento de la Macarena.
Todo iba bien hasta que una de las notas se atascó. El papel quedó flotando, traicionado por la humedad y por el karma de los que intentan ligar en sitios sagrados. Una hermana lo encontró mientras sacaba agua, leyó la declaración de amor, y se armó un revuelo que ni en Sálvame de monjas.
Él desapareció. Ella fue castigada a silencio perpetuo y, según se dice, murió sin volver a pronunciar una palabra, salvo una vez, que alguien juró oírle susurrar “pozo”. Lo que puede ser dramático… o un simple aviso de que el cubo se había quedado colgado.
Desde entonces, cuando el aire sopla raro y el convento está en calma, algunos aseguran que el pozo canta. No con voz humana, no. Con un eco triste, como de secreto viejo. Dicen que si tiras una flor dentro, flota. Y si tiras un whatsapp impreso, se ríe de ti.
Todo este cuento lo empezó una hermana mayor muy dada a la exageración y con un gusto por el drama que ni una saeta de la Pantoja. El pozo era solo eso: un pozo. Pero como una novicia se fugó una noche en el siglo XIX y la abadesa tenía que inventarse algo, pues ala, leyenda al canto.
Lo del amor prohibido, las cartas, el eco del más allá… todo inventado para que las demás no intentaran escaparse por la tapia con un noviete.
El pozo sigue ahí. El amor no. Pero eso sí: los turistas encantados.
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